Sobre su vientre,
entre sus entrañas,
buscando su mano en el río seco,
contemplando su monte de goce
entre los callados nevados.
Las proporciones de su cadera
en las alturas del Cuzco y de Puno,
su cándido silencio en el Urubamba,
como secreto guardado por la Luna.
Los gritos de guerreros que duermen
bajo tus cabellos a faldas del Amazonas,
donde el Misti da inicio a tu lengua azul
de donde salen las leyendas de la selva.
Madre mía, que a ti todos vuelven,
sé el misterio de los desamparados,
de los que duermen en casas de caña,
de los que dejan sus recuerdos
a merced de las aguas mansas del Titicaca,
dejándose llevar como barquitos de papel.
La sonrisa de los niños,
las manos temblorosas de tus abuelos,
tratando de obtener la mejor lana de las alturas,
pagándole el derecho de ser observados.
Madre, madre tierra, tierra intrépida,
que solo lamenta el abandono de tus hijos
cuando estos se alejan de tus raíces,
de tus entrañas,
de tu útero divino.
Dejándote morir en el silencio,
vaciando tus riquezas
entre las alas del cóndor
para que puedan sobrevivir al olvido,
al acto fratricida de tus hijos.
Ahí te veo morir
y en mi último acto humano,
moriré contigo, Madre Tierra
para regresar a esa voz tuya
que suena cuando el viento golpea a la memoria
y anuncia la venida de una mosca azul.
La muerte está cerca
y lavará nuestras penas
en las aguas de tu sexo divino.
Así, la eternidad
será ese cabello tuyo
que da origen al Amazonas.
Poeta
Emilio Paz
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